Entre encinas y fresnos
Vivir del olor de las cosas nuevas, de los libros viejos, del café recién hecho, de los chicles de fresa, de las velas Dyptique, del incienso, de las cosas imposibles, de los besos robados, de las primeras rosas de un pobre y cansado rosal, de las manos curtidas por la vida y el llanto, del Iris, de las tardes de paseo entre encinas, dunas y viñas.
Tardes llenas de campo y brisa.
Con la hoja en blanco, el boli Bic de siempre y las gafas rojas me siento a la sombra de algún árbol viejo a expresar lo que siento y lo que ya no siento, las letras se graban deprisa, las líneas dan paso a los párrafos y antes de que me dé cuenta la página está casi llena.
Me apetece contar que he pasado la Semana Santa entre vinos, tapas, paseos por parques, tardes de cines y noches tranquilas.
Porque a veces lo poco es mucho.
Porque se tiene o no se tiene.
Porque estamos y sentimos.
Porque uno encuentra la primavera en cada calle cuando la lleva de la mano.
Porque una ciudad puede oler a campo.
A esos recuerdos se vuelve cuando el corazón se enfría, uno cierra los ojos y se ve entre encinas y fresnos, entre tardes de primavera ilustradas al color de los Plastidecores de la infancia, en donde como en la vida real siempre hay un color blanco que no sirve para nada.
Que decepcionante resulta siempre ver que la realidad no se corresponde con las imágenes guardadas y almacenadas al abrigo de la inocencia, como las formas se difuminan transformándose en algo extraño.
Estrellas fugaces dentro de un firmamento en constante metamorfosis, y ser conscientes de esa fugacidad, de esa brevedad, es lo único que vuelve único, precioso, irrepetible a cada instante vivido ya que en esos momentos se concentra toda la eternidad.
Pienso que no es demasiado sano volver siempre la vista atrás, la nostalgia y la melancolía son como el alcohol que resultan muy perfectos a pequeños sorbos y de vez en cuando, pero a veces volvería a esa calle, a ese banco de madera con unas iniciales grabadas con las llaves de casa, a esa playa desierta y a pedir otros cinco minutos más.
Tardes llenas de campo y brisa.
Con la hoja en blanco, el boli Bic de siempre y las gafas rojas me siento a la sombra de algún árbol viejo a expresar lo que siento y lo que ya no siento, las letras se graban deprisa, las líneas dan paso a los párrafos y antes de que me dé cuenta la página está casi llena.
Me apetece contar que he pasado la Semana Santa entre vinos, tapas, paseos por parques, tardes de cines y noches tranquilas.
Porque a veces lo poco es mucho.
Porque se tiene o no se tiene.
Porque estamos y sentimos.
Porque uno encuentra la primavera en cada calle cuando la lleva de la mano.
Porque una ciudad puede oler a campo.
A esos recuerdos se vuelve cuando el corazón se enfría, uno cierra los ojos y se ve entre encinas y fresnos, entre tardes de primavera ilustradas al color de los Plastidecores de la infancia, en donde como en la vida real siempre hay un color blanco que no sirve para nada.
Que decepcionante resulta siempre ver que la realidad no se corresponde con las imágenes guardadas y almacenadas al abrigo de la inocencia, como las formas se difuminan transformándose en algo extraño.
Estrellas fugaces dentro de un firmamento en constante metamorfosis, y ser conscientes de esa fugacidad, de esa brevedad, es lo único que vuelve único, precioso, irrepetible a cada instante vivido ya que en esos momentos se concentra toda la eternidad.
Pienso que no es demasiado sano volver siempre la vista atrás, la nostalgia y la melancolía son como el alcohol que resultan muy perfectos a pequeños sorbos y de vez en cuando, pero a veces volvería a esa calle, a ese banco de madera con unas iniciales grabadas con las llaves de casa, a esa playa desierta y a pedir otros cinco minutos más.
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