Hagamos café
La inseguridad que produce la mirada del que te conoce, del que te quiere, del que sabe que significa cada pestañeo tuyo aunque te pases el trayecto mirando por la ventana.
Cuando las palabras nunca son necesarias.
Cuando el abrazo te protege.
Cuando la mano en la mejilla te empaña los ojos.
Cuando no hace falta nada.
Cuando el silencio te calma.
Lleguemos a casa, y hagamos café, sentémonos en aquel rincón que ahora es todo primavera, y cierra los ojos.
Huele los nardos, y deléitate con los pensamientos que brotan salvajes desde sus pequeñas macetas, siente la brisa, siente el olor de una vieja casa que conoce todas tus sonrisas, cierra los ojos y escucha el lamento de la cansada madera que de vez en cuando cruje para desperezarse. Y llora.
Por lo que pudo haber sido.
Por lo que nunca será.
Porque te sobra corazón.
Porque por desgracia eso, es lo que menos importa.
Por tus ganas.
Por tu fe.
Por la lucha sin medalla.
Por la mirada cansada.
Por los callejones sin salida.
Por las caras ajadas.
La inseguridad que produce todo lo que no ha salido bien, las dudas que se gestan en las noches largas y las mañanas cortas, el corazón divido y el cerebro fundido.
Lo de siempre.
Lo ilógico.
Lo temido.
Lo anhelado.
Lo triste.
Lo amargo.
Lo no vivido.
La inseguridad que explota. Las últimas lágrimas, cuando uno se desborda. Cuando la orilla está cada vez más lejos, y el agua más y más salvaje.
Todo o nada.
Todo o esto.
Todo o aquello.
Apurando la taza y aspirando la vida, sintiendo el frío de la tarde y apretando los brazos a mi cuerpo, un escalofrío que recorre la columna vertebral, una chaqueta que no calma, unas ganas apagadas, una ilusión malgastada y unos ojos secos.
Una casa que espera, unos peldaños que aguardan, una ducha larga y una cama que te arropa, un despertador en la mesilla y un día que se apaga.
Cuando las palabras nunca son necesarias.
Cuando el abrazo te protege.
Cuando la mano en la mejilla te empaña los ojos.
Cuando no hace falta nada.
Cuando el silencio te calma.
Lleguemos a casa, y hagamos café, sentémonos en aquel rincón que ahora es todo primavera, y cierra los ojos.
Huele los nardos, y deléitate con los pensamientos que brotan salvajes desde sus pequeñas macetas, siente la brisa, siente el olor de una vieja casa que conoce todas tus sonrisas, cierra los ojos y escucha el lamento de la cansada madera que de vez en cuando cruje para desperezarse. Y llora.
Por lo que pudo haber sido.
Por lo que nunca será.
Porque te sobra corazón.
Porque por desgracia eso, es lo que menos importa.
Por tus ganas.
Por tu fe.
Por la lucha sin medalla.
Por la mirada cansada.
Por los callejones sin salida.
Por las caras ajadas.
La inseguridad que produce todo lo que no ha salido bien, las dudas que se gestan en las noches largas y las mañanas cortas, el corazón divido y el cerebro fundido.
Lo de siempre.
Lo ilógico.
Lo temido.
Lo anhelado.
Lo triste.
Lo amargo.
Lo no vivido.
La inseguridad que explota. Las últimas lágrimas, cuando uno se desborda. Cuando la orilla está cada vez más lejos, y el agua más y más salvaje.
Todo o nada.
Todo o esto.
Todo o aquello.
Apurando la taza y aspirando la vida, sintiendo el frío de la tarde y apretando los brazos a mi cuerpo, un escalofrío que recorre la columna vertebral, una chaqueta que no calma, unas ganas apagadas, una ilusión malgastada y unos ojos secos.
Una casa que espera, unos peldaños que aguardan, una ducha larga y una cama que te arropa, un despertador en la mesilla y un día que se apaga.
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