La puerta de embarque
Esperas o despides, te alegras o deprimes, el alma se encoge y el corazón se aprieta, y la vida transcurre distinta.
En las estaciones y aeropuertos eso sucede con mucha frecuencia, es el ritmo y el latido de un lugar que no conoce de puntos medios, un lugar que amas o detestas, sin demasiada dualidad.
Recuerdo el sonido de las ruedecillas de las maletas y el desfile de caras anónimas que no dejaban de aparecer, los aventureros, con aquellas mochilas inmensas anudadas a las cinturas, la ropa en tonos beige, las botas, tan perfectas para invadir Afganistán, gentes que parecían salir de un anuncio de Decathlón.
Los tristes, sin duda los que acababan de sufrir el trauma de una despedida, se les reconoce fácil, móvil en mano revisando los mensajes por si llega alguno que te hace sonreír, por si alguno te hace sentir un poco menos de dolor, o tal vez llega el que te hace desmayar en ese mismo instante, quien sabe.
Recuerdo que entre mis manos había un libro y un billete.
Recuerdo que de vez en cuando miraba el teléfono con la esperanza de que un "No te vayas" apareciera escrito de un momento a otro.
Recuerdo que empecé a morderme las uñas, y que si alguien hubiese podido ver dentro de mi cerebro, hubiese cerrado la tapa rápidamente porque ahí dentro todo estaba a punto de ebullición.
Y cuando tratas de concentrarte, de distraerte, de leer, de respirar con normalidad y no lo consigues cualquier persona que sea mínimamente observadora, aprecia que dentro de ti se está librando una dura batalla.
Y así fue como una encantadora octogenaria francesa me tendió un paquete de caramelos de regaliz, y yo, que detesto el regaliz, que no puedo ni olerlo, que es ver un paquete de Juanolas y morirme, me eché a llorar.
La pobre mujer se sentó a mi lado y con una voz de abuelita buena, de las de Disney, me preguntó que me pasaba.
Tras concluir mi historia casi tuve que consolarla yo, no es que mi historia fuese una tragedia, pero según me contó Nadine que así se llamaba la señora de los caramelos de regaliz, le hice vivir una historia que algún día ella vivió también.
El no saber que hacer.
Los dos caminos.
Las diferentes opciones.
Seguir o parar.
Triunfar o lamentar.
Me lloras o te lloro.
Carne o pescado.
París o Nueva York.
Tu ganas o yo pierdo.
Yo gano y tu cedes.
Meryl Streep o Jeremy Irons.
Escuché sus consejos que fueron breves pero directos, le prometí seguir al corazón y anestesiar al cerebro, pero de todo lo que me dijo una frase quedó grabada a fuego, "No elijas la comodidad, elige la felicidad".
Nunca más volví a encontrarme con Nadine, algo lógico y probable, pues es muy complicado volver a coincidir con alguien en un viaje, pero lo que nunca supo la señora de los caramelos de regaliz fue que gracias a ella, aquella mañana no volví a casa, que rompí el billete en cinco pedazos, y en cada trozo un motivo.
Valor.
Amor.
Felicidad.
Victoria.
Destino.
Marqué un número mientras mis torpes dedos trataban de sujetar con poca fortuna un teléfono que se hacía más pequeño por momentos.
Una voz triste y hueca susurró un ¿Ya has salido?, fueron muchas las cosas que se me pasaron por la cabeza, entre algunas, la de buscar Loctite y tratar de pegar el billete, pero, cuando recordé lo importante, cuando elegí la felicidad, una voz muerta de miedo pero llena de amor exclamó un firme ¿Puedes venir a recogerme?.
En las estaciones y aeropuertos eso sucede con mucha frecuencia, es el ritmo y el latido de un lugar que no conoce de puntos medios, un lugar que amas o detestas, sin demasiada dualidad.
Recuerdo el sonido de las ruedecillas de las maletas y el desfile de caras anónimas que no dejaban de aparecer, los aventureros, con aquellas mochilas inmensas anudadas a las cinturas, la ropa en tonos beige, las botas, tan perfectas para invadir Afganistán, gentes que parecían salir de un anuncio de Decathlón.
Los tristes, sin duda los que acababan de sufrir el trauma de una despedida, se les reconoce fácil, móvil en mano revisando los mensajes por si llega alguno que te hace sonreír, por si alguno te hace sentir un poco menos de dolor, o tal vez llega el que te hace desmayar en ese mismo instante, quien sabe.
Recuerdo que entre mis manos había un libro y un billete.
Recuerdo que de vez en cuando miraba el teléfono con la esperanza de que un "No te vayas" apareciera escrito de un momento a otro.
Recuerdo que empecé a morderme las uñas, y que si alguien hubiese podido ver dentro de mi cerebro, hubiese cerrado la tapa rápidamente porque ahí dentro todo estaba a punto de ebullición.
Y cuando tratas de concentrarte, de distraerte, de leer, de respirar con normalidad y no lo consigues cualquier persona que sea mínimamente observadora, aprecia que dentro de ti se está librando una dura batalla.
Y así fue como una encantadora octogenaria francesa me tendió un paquete de caramelos de regaliz, y yo, que detesto el regaliz, que no puedo ni olerlo, que es ver un paquete de Juanolas y morirme, me eché a llorar.
La pobre mujer se sentó a mi lado y con una voz de abuelita buena, de las de Disney, me preguntó que me pasaba.
Tras concluir mi historia casi tuve que consolarla yo, no es que mi historia fuese una tragedia, pero según me contó Nadine que así se llamaba la señora de los caramelos de regaliz, le hice vivir una historia que algún día ella vivió también.
El no saber que hacer.
Los dos caminos.
Las diferentes opciones.
Seguir o parar.
Triunfar o lamentar.
Me lloras o te lloro.
Carne o pescado.
París o Nueva York.
Tu ganas o yo pierdo.
Yo gano y tu cedes.
Meryl Streep o Jeremy Irons.
Escuché sus consejos que fueron breves pero directos, le prometí seguir al corazón y anestesiar al cerebro, pero de todo lo que me dijo una frase quedó grabada a fuego, "No elijas la comodidad, elige la felicidad".
Nunca más volví a encontrarme con Nadine, algo lógico y probable, pues es muy complicado volver a coincidir con alguien en un viaje, pero lo que nunca supo la señora de los caramelos de regaliz fue que gracias a ella, aquella mañana no volví a casa, que rompí el billete en cinco pedazos, y en cada trozo un motivo.
Valor.
Amor.
Felicidad.
Victoria.
Destino.
Marqué un número mientras mis torpes dedos trataban de sujetar con poca fortuna un teléfono que se hacía más pequeño por momentos.
Una voz triste y hueca susurró un ¿Ya has salido?, fueron muchas las cosas que se me pasaron por la cabeza, entre algunas, la de buscar Loctite y tratar de pegar el billete, pero, cuando recordé lo importante, cuando elegí la felicidad, una voz muerta de miedo pero llena de amor exclamó un firme ¿Puedes venir a recogerme?.
Emotivo post para un lunes perfecto querida.... aunque aqui entre nos, esto de las despedidas tiene mas bien fama de te quiero, sin las 3 ultimas letras. ;)
ResponderEliminarSiempre hay un te quiero en una despedida, y no importa lo que cueste aceptar que el dolor no es más que otra forma de querer. Feliz lunes querido Sr. Llumiquinga!!
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