La cena y el parto

A las cinco y media me hallaba en modo histérico profundo, daba vueltas frente a la chimenea como si Papá Noel fuese a descender por ella de un momento a otro, no me explicaba como había acabado en esa situación, yo, que se supone que me iba a tierras exentas de hombres y problemas y acabo en medio de una cita surrealista con un hombre al que no conozco de nada, un hombre que podría ser un terrorista desterrado, o un psicópata haciendo de chófer amable, o vete tu a saber que más.
Madre mía, esto sólo me puede pasar a mi.
Fuera llovía profusamente, eché las cortinas y encendí las lámparas, la casa me pareció mucho más acogedora, me dirigí cabizbaja a la cocina, me llené un vaso con hielo y whisky , volví a la sala de estar y me senté en el sofá. Mi imaginación empezó a volar con cautela sobre algunos viejos proyectos, pensaba en abandonar mi trabajo y crear mi propia empresa, total, sólo necesitaba un teléfono, un ordenador y mucha cara dura, tenía de todo. El fuego centelleaba plácidamente ajeno a todo aquel alboroto mental.

 
Suspiré profundamente, eran ya las seis y cuarto, apuré el whisky y subí las escaleras decidida a vestirme con alguna indumentaria que no creara falsas esperanzas a mi anfitrión, nada de vestidos, ni tacones, claro, bien pensado tampoco  es que me hubiese traído nada de eso, la idea era ordeñar vacas y tumbarme sobre hierba mojada.
A las siete menos cuarto me hallaba vestida bastante decentemente, el pelo limpio y recogido en un moño desenfadado de esos que parece que te lo acabas de hacer pero que llevas hora y media dale que te pego, un par de capas de máscara negra en las pestañas y un brillo en los labios, no entendía porqué estaba tan nerviosa, dudaba entre morderme las uñas o servirme otro whisky.

 
Decidí concentrarme en anticiparme a la velada, con el objetivo de anular cualquier factor sorpresa que me pudiera descolocar, entre estrategia y modus operandi me sorprendió el timbre de la puerta, sonaba a tañido de campana de iglesia.

Llueve a cántaros exclamó él mientras me tendía un plástico verde con capucha, póngaselo o acabará empapada, bueno, en realidad no sé si lo voy a necesitar, es decir,  no tengo por costumbre aceptar este tipo de citas extrañas protesté yo, así que no lo tome tan rápidamente como un si. Me miró y una enorme sonrisa me abofeteó el rostro, es mi obligación hacerle de guía señora.
Cogí el chubasquero y farfullé un alto y sonoro señorita.

Descubrí que Paul era un veterinario cansado de atender a mascotas pijas de la gran manzana, cuyo último desengaño amoroso y la necesidad de centrarse en sí mismo le hizo coger un avión y comprar una casita alejada de todo y emigrar a la verde Inglaterra.
Descubrí que amaba el vino tinto, que comía con la boca cerrada (afortunadamente) y que me miraba cuando creía que yo no me daba cuenta, que hacía pausas cuando algo era importante y que me guiñaba el ojo izquierdo cuando quería restarle seriedad a un hecho.

-Y dime, ¿Es acaso una tradición local cenar con señoritas desconocidas?.
- Hubiese sido imperdonable no intentarlo.
Sonreí sin saber muy bien porqué, me gustaba lo atípico de la situación, me encantaba la cena que había realizado en un momento, mientras yo me paseaba con mi copa de vino por su salón y le observaba en decenas de fotografías, con vacas, con cerdos, con caballos, con un par de ancianos, con una preciosa chica de ojos almendrados.

 
-¿Por qué alguien decide dejarlo todo? le pregunté, aunque creía saber la respuesta de antemano.
- Porque no era feliz, su respuesta a modo de bala, certera y dirigida, de todas las respuestas, esa era la mejor, era la más sincera, era la que hubiera respondido yo de estar en su situación.
-¿Qué hace una bella señorita perdida aquí? dijo mientras se acercaba a mi con la botella de vino en la mano, dispuesto a llenarla.
Me mordí el labio inferior y bajé la mirada, cuando volví a levantar los ojos del suelo, Paul estaba apoyado en el marco de la puerta mirándome fijamente.
-No quería ver a nadie, respondí.
-Entiendo, no te preocupes, estás en el lugar perfecto.
El resto de la velada transcurrió mucho mejor de lo que imaginaba, superando el promedio de mis diez últimas citas programadas, reímos con varias anécdotas intercambiadas, cerramos los ojos para describir la mejor sensación recordada y levantamos las manos enfáticamente cuando narrábamos algún pasaje extraño de nuestras vidas.
Paul se puso bruscamente en pie y exclamó un ¡Vamos, hemos de asistir un parto!, supongo que estás bromeando protesté yo con demasiado vino en sangre para pensar en nada que no fuera tumbarme en la cama y cerrar los ojos. Oh no señorita, no es ninguna broma, Gilda nos espera.






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