La decisión
Me desperté con una pálida luz grisácea que indicaba que fuera seguía lloviendo, permanecí acostada viendo la vida pasar desde el otro lado de la ventana, me sentía relajada y sonreía al recordar buena parte de los hechos acontecidos a primera hora del día. Giré la cabeza y observé con ternura al hombre que dormía al otro lado, su piel era increíblemente clara y un fino vello dorado le cubría el antebrazo, alargué los dedos y le acaricié suavemente, Paul no se vio perturbado por el roce.
Me levanté despacio con cuidado de no hacer ruido, me puse un jersey suyo y empecé a bajar la escalera, me dirigí a la cocina donde me serví una generosa taza de café, bien, pensé, habrá que hacer algo para comer. Saqué unas patatas, unos huevos y un poco de pan que encontré en el congelador, cuando me hallaba en mitad del proceso de cocinar una tortilla de patata para un Neoyorquino, éste me sobresaltó abrazándome por la espalda, sus besos en mi cuello hicieron que me diera rápidamente la vuelta, me sentó en la encimera de la cocina y siguió besándome, se va a quemar la tortilla traté de argumentar con poco éxito sin dejar de besarle, compraremos otra respondió divertido.
Aquel día lo pasamos el uno en brazos del otro, comiendo un revuelto de huevo y patata que pretendía ser otra cosa pero que las circunstancias modificaron sin piedad.
Fueron los mejores días de mi vida, pasábamos buena parte del tiempo visitando hermosos pueblos costeros, y en los acantilados de Hartland me dijo que me quería por primera vez, recuerdo la bruma pegajosa que me bañaba el rostro, recuerdo que el paisaje me parecía nostálgico, poético y perfecto, recuerdo sus dedos en mi barbilla acercando mis labios a los suyos.
-Te quiero dijo sonriente.
-Crees quererme dije yo.
-Eso es lo que a ti te gustaría señorita indomable, replicó divertido.
-Me eché a reír con fuerza mientras le rodeaba con mis brazos.
-Quédate conmigo.
Fui incapaz de responder, no sabía que decirle, ni siquiera estaba segura de si yo albergaba alguna duda razonable, o si estaba tan loca como él y le quería de la misma forma, absoluta e ilógicamente.
Vamos, le dije cogiendo su mano, empieza a hacer mucho frío.
Llegamos a Plymouth, un hermoso pueblo repleto de leyendas de marinos y piratas, al parecer piratas famosos como Sir Francis Drake o James Cook partían de allí para emprender sus múltiples aventuras, sus navíos avanzando desde el abismo de sus impresionantes acantilados, las terribles olas rompiendo en sus proas, aquel lugar era realmente mágico y único.
Comimos cangrejo y patatas fritas y brindamos con una cerveza negra magnífica.
Me he enamorado de ti, dijo entre patata y patata, y no te pido que a ti te parezca lógico, o razonable, tampoco pretendo que eso cause un gran impacto sobre tu actual vida, pero siento que si no te lo digo estaría ocultándote parte de unos sentimientos que no pretendo esconder.
Le miré nerviosa y un poco asustada, tenía que pensar en todo aquello, no era algo propio de mi, me sentía perdida entre sus brazos, quería detener el tiempo entre beso y caricia y no volver nunca más a otra realidad, pero sabía que aquello no era posible. Los días pasaban y los miedos se agudizaban, yo sabía que tenía que tomar una decisión, pero no sabía cual.
Tras visitar el castillo de Tintagel, en el que según dicen nació el Rey Arturo y en donde se originó la historia entre Tristán e Isolda llegamos a Dozmary pool, un hermoso lago en donde fue arrojada Excalibur, la célebre espada de Arturo.
Necesito volver a la Calle Lomin Paul, le dije mientras jugueteaba con una rama que había encontrado cerca del lago.
-¿Estás segura? me preguntó dulcemente.
-Si, le respondí firmemente.
La mañana siguiente trajo consigo una intensa y feroz tormenta, el agua chocaba con fuerza contra las ventanas, apreté mi chaqueta y sentí un escalofrío recorrerme la columna vertebral, me dirigí a la chimenea para añadirle un par de troncos, me quedé mirando el fuego en silencio, le echaba de menos, sólo había pasado un día pero le echaba mucho de menos, me recriminé a mi misma el poco espíritu aventurero, tenía miedo, eso era lo único que sabía con absoluta certeza.
Me tumbé en el sofá hecha un ovillo, me abracé fuerte con los brazos pegados a mi cuerpo, me quedé mirando el salón, ordenado y acogedor, en el que nada había cambiado, nada se había movido, sin embargo todo era ya diferente.
Porque Paul no estaba, porque seguramente yo le había echado de mi vida, y ahora tendría que vivir el resto de mis días tratando de olvidarle, maldita sea exclamé muy enfadada con el folleto de las vacaciones paradisíacas del Caribe que había descartado a los dos segundos de leerlo, maldita sea.
Menos de veinticuatro horas, ése era todo el tiempo que me quedaba.
Me levanté despacio con cuidado de no hacer ruido, me puse un jersey suyo y empecé a bajar la escalera, me dirigí a la cocina donde me serví una generosa taza de café, bien, pensé, habrá que hacer algo para comer. Saqué unas patatas, unos huevos y un poco de pan que encontré en el congelador, cuando me hallaba en mitad del proceso de cocinar una tortilla de patata para un Neoyorquino, éste me sobresaltó abrazándome por la espalda, sus besos en mi cuello hicieron que me diera rápidamente la vuelta, me sentó en la encimera de la cocina y siguió besándome, se va a quemar la tortilla traté de argumentar con poco éxito sin dejar de besarle, compraremos otra respondió divertido.
Aquel día lo pasamos el uno en brazos del otro, comiendo un revuelto de huevo y patata que pretendía ser otra cosa pero que las circunstancias modificaron sin piedad.
Fueron los mejores días de mi vida, pasábamos buena parte del tiempo visitando hermosos pueblos costeros, y en los acantilados de Hartland me dijo que me quería por primera vez, recuerdo la bruma pegajosa que me bañaba el rostro, recuerdo que el paisaje me parecía nostálgico, poético y perfecto, recuerdo sus dedos en mi barbilla acercando mis labios a los suyos.
-Te quiero dijo sonriente.
-Crees quererme dije yo.
-Eso es lo que a ti te gustaría señorita indomable, replicó divertido.
-Me eché a reír con fuerza mientras le rodeaba con mis brazos.
-Quédate conmigo.
Fui incapaz de responder, no sabía que decirle, ni siquiera estaba segura de si yo albergaba alguna duda razonable, o si estaba tan loca como él y le quería de la misma forma, absoluta e ilógicamente.
Vamos, le dije cogiendo su mano, empieza a hacer mucho frío.
Llegamos a Plymouth, un hermoso pueblo repleto de leyendas de marinos y piratas, al parecer piratas famosos como Sir Francis Drake o James Cook partían de allí para emprender sus múltiples aventuras, sus navíos avanzando desde el abismo de sus impresionantes acantilados, las terribles olas rompiendo en sus proas, aquel lugar era realmente mágico y único.
Comimos cangrejo y patatas fritas y brindamos con una cerveza negra magnífica.
Me he enamorado de ti, dijo entre patata y patata, y no te pido que a ti te parezca lógico, o razonable, tampoco pretendo que eso cause un gran impacto sobre tu actual vida, pero siento que si no te lo digo estaría ocultándote parte de unos sentimientos que no pretendo esconder.
Le miré nerviosa y un poco asustada, tenía que pensar en todo aquello, no era algo propio de mi, me sentía perdida entre sus brazos, quería detener el tiempo entre beso y caricia y no volver nunca más a otra realidad, pero sabía que aquello no era posible. Los días pasaban y los miedos se agudizaban, yo sabía que tenía que tomar una decisión, pero no sabía cual.
Tras visitar el castillo de Tintagel, en el que según dicen nació el Rey Arturo y en donde se originó la historia entre Tristán e Isolda llegamos a Dozmary pool, un hermoso lago en donde fue arrojada Excalibur, la célebre espada de Arturo.
-¿Estás segura? me preguntó dulcemente.
-Si, le respondí firmemente.
La mañana siguiente trajo consigo una intensa y feroz tormenta, el agua chocaba con fuerza contra las ventanas, apreté mi chaqueta y sentí un escalofrío recorrerme la columna vertebral, me dirigí a la chimenea para añadirle un par de troncos, me quedé mirando el fuego en silencio, le echaba de menos, sólo había pasado un día pero le echaba mucho de menos, me recriminé a mi misma el poco espíritu aventurero, tenía miedo, eso era lo único que sabía con absoluta certeza.
Me tumbé en el sofá hecha un ovillo, me abracé fuerte con los brazos pegados a mi cuerpo, me quedé mirando el salón, ordenado y acogedor, en el que nada había cambiado, nada se había movido, sin embargo todo era ya diferente.
Porque Paul no estaba, porque seguramente yo le había echado de mi vida, y ahora tendría que vivir el resto de mis días tratando de olvidarle, maldita sea exclamé muy enfadada con el folleto de las vacaciones paradisíacas del Caribe que había descartado a los dos segundos de leerlo, maldita sea.
Menos de veinticuatro horas, ése era todo el tiempo que me quedaba.
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