En un día normal
Mucho cambian ciertas costumbres con la edad, y digo mucho porque la diferencia es tan abismal que se puede bailar un tango entre ambas. Madrugar, eso antes era una palabra prohibida, algo que detestaba con todas las fuerzas, algo inaudito, improbable, ocasional, es más, yo era la chica que nunca iba de acampada ni hacía cosas en fin de semana que precisaran de un levantamiento de cuerpo antes de las diez de la mañana, ni de broma.
Ahora, ahora me levanto a las seis de la mañana, con o sin despertador, increíble, alucinante, de esas cosas que le cuento a mi madre y levanta tanto la ceja que creo que se le va a pegar en el cráneo.
Y lo hago porque me gusta ver amanecer, porque antes de empezar mi jornada laboral, ya he hecho unos cuantos km de zapatilla con mi amiga Anna, y antes de eso ya he hecho la cama, he doblado ropa y he puesto la lavadora, llámenme organizada o hiperactiva, qué sé yo.
Me gusta el sonido de la ciudad al desperezarse, las primeras persianas de los comercios que se levantan con ganas de comerse el mundo, la alegría de los señores mayores que se alegran de encontrarse una mañana más, de decirse que la muerte también pasó de largo esa noche y que el Barça no acaba de convencer, señores que se piden un carajillo con unas cuantas gotas mágicas para el corazón mientras sonríen con toda la picardía, señores que podrían gobernar el mundo mucho mejor que los que lo intentan ahora.
Hay un poema de Karmelo C. Iribarren que me encanta y dice así :
Me gusta pasear sola por las calles de siempre, atenta a todo lo que me rodea, sola y a mi ritmo, sin esperar a nadie, caminando al paso que mis tacones marcan, deteniéndome en cada escaparate que atraiga mi atención, haciendo fotos a todo lo que despierte mi insaciable curiosidad.
Me gusta la luz que se filtra por cada calle, me gusta observar la vieja iglesia, tan antigua como coqueta, siempre rodeada de hermosas nubes y cielos intensos. El olor a pan se escapa de mi panadería favorita, esa que si padeces de insomnio y a eso de las cuatro de la madrugada decides salir a dar una vuelta, puedes ejercer de voyeur y pegarte al cristal con admiración y devoción, notando como todos los jugos gástricos empiezan a activarse en forma de baguettes y croissants.
Seguiré andando sola y me acercaré a la cafetería de siempre, me sentaré en la terraza y pediré un segundo o tercer café, revisaré los correos entrantes, maldeciré aquellos que se quedaron en la bandeja de salida cuyo frustrante lema es un "Intentando", a veces pienso que nada es comparable a la vieja máquina de escribir, cómo me gustaba mi Olivetti lettera 40, era roja, y la campanilla que anunciaba que habías llegado al final de la línea sigue inspirándome a día de hoy, cierro los ojos y el olor a tinta me calma muchos de mis agitados sentidos.
En un breve espacio de tiempo, me hallaré sentada en un coche de última generación, de esos que antes de conducir tienes que haberte leído parte del manual de aeronáutica dos de tercero de carrera, ocuparé el asiento del copiloto, y mientras nos dirigimos a cualquier ciudad en la que trabajemos ese día, miraré por la ventanilla concentrada en sanar esa parte de un alma que aún no está cicatrizada del todo.
Tu cumpleaños, no creas que me olvidé, de hecho estuve pensando en ti todo el día, pero era lo mejor, no escribirte nada, hubiese sido fácil escribir un correo típico de esos de felicidades, y muchos besos si, pero no me hubiera ayudado en mi proceso, y no quería que eso diera pie a recibir letras innecesarias cargadas aún de demasiado dolor. Feliz cumpleaños, espero que lo pasaras estupendamente y que no te acordarás demasiado de mi.
Sigo con la mirada perdida mientras el paisaje pasa rápido y desdibujado, sigo con la cabeza en veinte lugares distintos.
Pienso en aquel café, en aquella vieja plaza, en la risa que flotaba y se elevaba con cada tañido de la oxidada campana.
Pienso en el paseo por las hermosas calles de Praga, en aquella noche, en aquella magnífica cena en la que probé el mejor salmón, en la conversación tan profunda que ardía como el mejor fuego.
Pienso en el chocolate con churros que comimos en aquella fría mañana de resaca y besos.
Pienso en las puestas de sol compartidas, en la magia de las mismas, en los colores salvajes que estallan frente a ti salpicándote de vida y ansia.
Pienso en que estoy harta de tener que pagar a políticos ladrones y sinvergüenzas, incapaces de hacer un trabajo para el que no están preparados, para el que no tienen ni idea, pienso en que ojalá llegue el día en el que abramos los ojos y veamos quién tiene realmente el poder, y no, no lo tienen ellos.
Pienso en la agenda de la semana, en las escasas horas libres que voy a tener, en la locura de mis últimas semanas, en que no me cabe ni un alfiler entre el lunes y el viernes, afortunada por ello, si, pero agotada también.
El día toca a su fin y mi llegada al hogar sigue casi siempre el mismo patrón, un perro que da saltitos y gira en torno a mis piernas, unos lametones y unos lloriqueos que en su idioma deben querer decir algo así como un te he echado de menos, vámonos a la calle que me hago pis. Unos zapatos que suben las escaleras en la mano, un pantalón de cuadros y una camiseta de tirantes que aguardan descansados y frescos sobre una cama perfectamente hecha y tentadora. Una larga ducha, un aroma de naranja dulce y cedro, mi favorito junto con el de leche de arroz y rosas.
Y unos pies descalzos que se dirigen a la cocina, una ojeada rápida a la nevera, un repaso mental a la cena que puedo hacer con lo que vive dentro de ella, y un vino que deseo beber despacio. Empiezo a calmarme, siento como mi cuerpo se relaja, y me hallo disfrutando de la paz y los aromas del hogar, dulce hogar, aquella canción que había quedado en modo pause vuelve a llenar la estancia con sus acordes, cierro los ojos, me abrazo fuerte y siento la felicidad palpitar a todo corazón.
Ahora, ahora me levanto a las seis de la mañana, con o sin despertador, increíble, alucinante, de esas cosas que le cuento a mi madre y levanta tanto la ceja que creo que se le va a pegar en el cráneo.
Y lo hago porque me gusta ver amanecer, porque antes de empezar mi jornada laboral, ya he hecho unos cuantos km de zapatilla con mi amiga Anna, y antes de eso ya he hecho la cama, he doblado ropa y he puesto la lavadora, llámenme organizada o hiperactiva, qué sé yo.
Me gusta el sonido de la ciudad al desperezarse, las primeras persianas de los comercios que se levantan con ganas de comerse el mundo, la alegría de los señores mayores que se alegran de encontrarse una mañana más, de decirse que la muerte también pasó de largo esa noche y que el Barça no acaba de convencer, señores que se piden un carajillo con unas cuantas gotas mágicas para el corazón mientras sonríen con toda la picardía, señores que podrían gobernar el mundo mucho mejor que los que lo intentan ahora.
Hay un poema de Karmelo C. Iribarren que me encanta y dice así :
"Las calles recién regadas, el aire fresco, limpio, el olor a cruasán de las cafeterías, la locura de los pájaros...como si la vida te dijese: Mira, aquí me tienes, vuelve a intentarlo."
Me gusta pasear sola por las calles de siempre, atenta a todo lo que me rodea, sola y a mi ritmo, sin esperar a nadie, caminando al paso que mis tacones marcan, deteniéndome en cada escaparate que atraiga mi atención, haciendo fotos a todo lo que despierte mi insaciable curiosidad.
Me gusta la luz que se filtra por cada calle, me gusta observar la vieja iglesia, tan antigua como coqueta, siempre rodeada de hermosas nubes y cielos intensos. El olor a pan se escapa de mi panadería favorita, esa que si padeces de insomnio y a eso de las cuatro de la madrugada decides salir a dar una vuelta, puedes ejercer de voyeur y pegarte al cristal con admiración y devoción, notando como todos los jugos gástricos empiezan a activarse en forma de baguettes y croissants.
Seguiré andando sola y me acercaré a la cafetería de siempre, me sentaré en la terraza y pediré un segundo o tercer café, revisaré los correos entrantes, maldeciré aquellos que se quedaron en la bandeja de salida cuyo frustrante lema es un "Intentando", a veces pienso que nada es comparable a la vieja máquina de escribir, cómo me gustaba mi Olivetti lettera 40, era roja, y la campanilla que anunciaba que habías llegado al final de la línea sigue inspirándome a día de hoy, cierro los ojos y el olor a tinta me calma muchos de mis agitados sentidos.
Tu cumpleaños, no creas que me olvidé, de hecho estuve pensando en ti todo el día, pero era lo mejor, no escribirte nada, hubiese sido fácil escribir un correo típico de esos de felicidades, y muchos besos si, pero no me hubiera ayudado en mi proceso, y no quería que eso diera pie a recibir letras innecesarias cargadas aún de demasiado dolor. Feliz cumpleaños, espero que lo pasaras estupendamente y que no te acordarás demasiado de mi.
Sigo con la mirada perdida mientras el paisaje pasa rápido y desdibujado, sigo con la cabeza en veinte lugares distintos.
Pienso en aquel café, en aquella vieja plaza, en la risa que flotaba y se elevaba con cada tañido de la oxidada campana.
Pienso en el paseo por las hermosas calles de Praga, en aquella noche, en aquella magnífica cena en la que probé el mejor salmón, en la conversación tan profunda que ardía como el mejor fuego.
Pienso en el chocolate con churros que comimos en aquella fría mañana de resaca y besos.
Pienso en las puestas de sol compartidas, en la magia de las mismas, en los colores salvajes que estallan frente a ti salpicándote de vida y ansia.
Pienso en que estoy harta de tener que pagar a políticos ladrones y sinvergüenzas, incapaces de hacer un trabajo para el que no están preparados, para el que no tienen ni idea, pienso en que ojalá llegue el día en el que abramos los ojos y veamos quién tiene realmente el poder, y no, no lo tienen ellos.
Pienso en la agenda de la semana, en las escasas horas libres que voy a tener, en la locura de mis últimas semanas, en que no me cabe ni un alfiler entre el lunes y el viernes, afortunada por ello, si, pero agotada también.
El día toca a su fin y mi llegada al hogar sigue casi siempre el mismo patrón, un perro que da saltitos y gira en torno a mis piernas, unos lametones y unos lloriqueos que en su idioma deben querer decir algo así como un te he echado de menos, vámonos a la calle que me hago pis. Unos zapatos que suben las escaleras en la mano, un pantalón de cuadros y una camiseta de tirantes que aguardan descansados y frescos sobre una cama perfectamente hecha y tentadora. Una larga ducha, un aroma de naranja dulce y cedro, mi favorito junto con el de leche de arroz y rosas.
Y unos pies descalzos que se dirigen a la cocina, una ojeada rápida a la nevera, un repaso mental a la cena que puedo hacer con lo que vive dentro de ella, y un vino que deseo beber despacio. Empiezo a calmarme, siento como mi cuerpo se relaja, y me hallo disfrutando de la paz y los aromas del hogar, dulce hogar, aquella canción que había quedado en modo pause vuelve a llenar la estancia con sus acordes, cierro los ojos, me abrazo fuerte y siento la felicidad palpitar a todo corazón.
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