Hagamos las maleta
La organización nunca ha sido un problema en mi vida, que me quepa todo en la maleta si, aunque juegue al tetris con las prendas y encaje los zapatos con total maestría, qué caos es lograr cerrarla.
Siento alegría, siento unas ganas impacientes de subir a ese avión y que alguien con voz enlatada anuncie la temperatura del lugar de destino y me desee una feliz estancia.
Recuerdo tu expresión cuando me veías llegar, los ojos parecían querer salirse de tu cara y llegar a mi dando saltitos de alegría, recuerdo el abrazo que nos dábamos, recuerdo tu emoción, recuerdo el olor de tu perfume, al que eras absolutamente fiel, al que nunca traicionabas, el que siempre huelo cuando entro en una perfumería, el que conservo en un cajón, al que abrazo cuando algo no ha salido bien y necesito tu opinión o simplemente un abrazo que huela a ti.
El tiempo transcurre, pero nada cambia.
Los días van trayendo historias cargadas de momentos que hubiese necesitado compartir contigo, no te haces idea de lo duro que resulta llegar a casa y marcar tu número por inercia, cerrar la mano, sentarse en el borde de un sillón, suspirar profundamente y dejar que el aire se lleve el dolor de una ausencia que siempre es la gran olvidada.
Extraño tu risa y lo contagiosa que era.
Recuerdo tardes de cine en las que teníamos que salir corriendo tras las onomatopeyas de los compañeros de fila y su gran indignación por las carcajadas imposibles de contener, recuerdo cómo cogías mi mano y salíamos veloces, corríamos por las gélidas calles de una ciudad que nos vio crecer, que cobijó nuestras vidas y las vivencias que cada uno acumulaba.
Dice Bertrand que va a cocinar, que lo tiene todo previsto, supongo que imaginas que tengo un plan B porque no las tengo todas conmigo. Aún recuerdo la noche que casi incendia la cocina con aquel flambeado que tocaba el techo, pobres gambas, quedaron deconstruidas como la mejor creación de Ferrán Adrià, nosotros muertos de risa y el todo indignado resoplando como un toro cabreado, cada relincho suyo era una carcajada nuestra, acabamos cenando pizza y viendo una peli en el suelo.
Qué bien lo pasábamos, qué grandes momentos.
París siempre será la herida, y me temo que el tiempo no cumplirá su cometido de poder curarla.
Hay heridas que nunca se cierran.
Era suficiente hablarte con la mirada, las palabras resultaban casi siempre estériles, inútiles, cómo un complemento que se lleva sin que realice ninguna función importante.
Creo que nunca volveré a sentirme así.
Creo que nadie será capaz de interpretar mis quince tipos de miradas distintas.
Creo que yo nunca volveré a ser yo del todo.
Creo que tu crees que va doliendo menos.
Creo que siempre fuiste un poco iluso.
Creo que sabes que lloraré cuando llegue.
Creo que adivinas todo lo que estoy sintiendo.
No sé si conseguiré librarme de Bertrand en algún momento, ya sabes lo buen anfitrión que es y lo paternalista que siempre se porta conmigo, pero si lo consigo me escaparé a nuestro barrio favorito, iré a la vieja librería que huele a talco y moho, curiosearé libros antiguos, los cuales sosteníamos en las manos con total delicadeza, con sumo cuidado, con miedo de que fuera a desintegrarse en las manos mientras deslizábamos las páginas. Nos pasábamos tantas horas en ella.
Después iré a esa chocolatería regentada por la Madame que trabajó en Le Moulin Rouge, la que nos cuenta siempre la misma historia, la de la niña que crece entre bambalinas, y aprende a bailar antes que a hablar, la historia de alguien sin infancia, cuya pasión por la danza le salva de una crueldad y abandono absoluto, tras el baile, llegó el chocolate, ella siempre dice que "C´est la même chose", yo no lo creo, pero supongo que es lo único que tiene. Siempre nos hacía reflexionar.
La noche me sorprenderá entre luces y escaparates, tal vez sentada en algún café, tal vez asomada en alguno de los puentes que la cruzan. Me gusta observar a las parejas que acuden con su candado del amor en la mano, como si cobijaran un pajarillo con el ala rota, lo custodian hasta que llegan al lugar escogido para anclar su amor eterno, os confieso que el 90% de las parejas nunca se pone de acuerdo para ello, es divertido observarles, sobre todo cuando ellas (suelen ser ellas) lanzan la llave al rio cuales novias vestidas de blanco arrojan su ramo en su día de bodas.
Siempre sonrío al verlo, no importa el número de veces que lo haya presenciado, siempre me reconcilia con el amor y la esperanza.
Regreso a casa con mis tacones de suela roja, mi abrigo largo negro de siempre, con pasos elegantes y seguros, decididos, pisadas que conocen el camino, que podrían llevarme de vuelta con los ojos cerrados.
Algunos hombres lanzan miradas que sé identificar, sigo andando, conviene no olvidar que es la ciudad del amor, y se ganó ese nombre por algo.
Las farolas custodian mi regreso como ángeles de la guarda, me gusta su presencia, su porte, su gran elegancia.
Termino el café que bebía junto a la ventana, creo que lo llevo todo, voy a darle un repaso de última hora a la maleta y ver si en este paréntesis ha cambiado algo de sitio y me cabe un par de zapatos más, lo sé, ahora dirías ¡Nines aquí puedes comprarlos!, y yo respondería que no todos tenemos tu cuenta corriente, reirías y me dirías:_ Tengo muchas ganas de verte.
Siento alegría, siento unas ganas impacientes de subir a ese avión y que alguien con voz enlatada anuncie la temperatura del lugar de destino y me desee una feliz estancia.
El tiempo transcurre, pero nada cambia.
Los días van trayendo historias cargadas de momentos que hubiese necesitado compartir contigo, no te haces idea de lo duro que resulta llegar a casa y marcar tu número por inercia, cerrar la mano, sentarse en el borde de un sillón, suspirar profundamente y dejar que el aire se lleve el dolor de una ausencia que siempre es la gran olvidada.
Extraño tu risa y lo contagiosa que era.
Recuerdo tardes de cine en las que teníamos que salir corriendo tras las onomatopeyas de los compañeros de fila y su gran indignación por las carcajadas imposibles de contener, recuerdo cómo cogías mi mano y salíamos veloces, corríamos por las gélidas calles de una ciudad que nos vio crecer, que cobijó nuestras vidas y las vivencias que cada uno acumulaba.
Qué bien lo pasábamos, qué grandes momentos.
Hay heridas que nunca se cierran.
Era suficiente hablarte con la mirada, las palabras resultaban casi siempre estériles, inútiles, cómo un complemento que se lleva sin que realice ninguna función importante.
Creo que nunca volveré a sentirme así.
Creo que nadie será capaz de interpretar mis quince tipos de miradas distintas.
Creo que yo nunca volveré a ser yo del todo.
Creo que tu crees que va doliendo menos.
Creo que siempre fuiste un poco iluso.
Creo que sabes que lloraré cuando llegue.
Creo que adivinas todo lo que estoy sintiendo.
No sé si conseguiré librarme de Bertrand en algún momento, ya sabes lo buen anfitrión que es y lo paternalista que siempre se porta conmigo, pero si lo consigo me escaparé a nuestro barrio favorito, iré a la vieja librería que huele a talco y moho, curiosearé libros antiguos, los cuales sosteníamos en las manos con total delicadeza, con sumo cuidado, con miedo de que fuera a desintegrarse en las manos mientras deslizábamos las páginas. Nos pasábamos tantas horas en ella.
Después iré a esa chocolatería regentada por la Madame que trabajó en Le Moulin Rouge, la que nos cuenta siempre la misma historia, la de la niña que crece entre bambalinas, y aprende a bailar antes que a hablar, la historia de alguien sin infancia, cuya pasión por la danza le salva de una crueldad y abandono absoluto, tras el baile, llegó el chocolate, ella siempre dice que "C´est la même chose", yo no lo creo, pero supongo que es lo único que tiene. Siempre nos hacía reflexionar.
Siempre sonrío al verlo, no importa el número de veces que lo haya presenciado, siempre me reconcilia con el amor y la esperanza.
Regreso a casa con mis tacones de suela roja, mi abrigo largo negro de siempre, con pasos elegantes y seguros, decididos, pisadas que conocen el camino, que podrían llevarme de vuelta con los ojos cerrados.
Algunos hombres lanzan miradas que sé identificar, sigo andando, conviene no olvidar que es la ciudad del amor, y se ganó ese nombre por algo.
Las farolas custodian mi regreso como ángeles de la guarda, me gusta su presencia, su porte, su gran elegancia.
Termino el café que bebía junto a la ventana, creo que lo llevo todo, voy a darle un repaso de última hora a la maleta y ver si en este paréntesis ha cambiado algo de sitio y me cabe un par de zapatos más, lo sé, ahora dirías ¡Nines aquí puedes comprarlos!, y yo respondería que no todos tenemos tu cuenta corriente, reirías y me dirías:_ Tengo muchas ganas de verte.
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