El hombre solitario
Nunca se acostumbró a la mirada bondadosa ajena, nunca se sintió cómodo en el ojo del otro, y nunca supo si era porque escondía una profunda tristeza o porque todo él estaba lleno de pensamientos graves, emociones dispersas y melancolía aferrada.
Siempre fue un tipo solitario, de los que nada guardan en la nevera, de los que ocultan todo en el corazón. Y sus sentimientos vivían encerrados en una oscura mazmorra de la que nunca encontraba la llave. A veces, en algunas tardes de primavera, se asomaba a la ventana de aquella fría celda, y contenía la respiración mientras observaba los campos en plena metamorfosis, mientras la vida explotaba en cada rincón, los pájaros regresaban de sus cuarteles de invierno, el viento era suave, la luz más blanca y todo emanaba felicidad.
Felicidad que el no podía sentir.
La vida, le hacía partícipe de un escenario de luz y color que el no podía apreciar, algo en su interior había muerto mucho tiempo atrás, y ya nada podía sentir.
Y aunque hubiese bastado una mirada, un gesto, una caricia, una risa sincera, una mano entrelazada, para que esa muerte se volviese vida, nunca llegó.
El hombre solitario no espera grandes cosas, se conforma con respirar el aire que sus pulmones necesitan solo para mantener con vida un cuerpo cuya alma murió.
El hombre solitario huye de las noches de luna llena, no porque vaya a despertar su lado oscuro, sino porque ellas fueron algún día testigos y cómplices de su alma viva.
Algunos días el hombre solitario no quiere vivir, y anota en un cuaderno de tapa azul todo lo que le atormenta, cuando acaba de hacerlo se sirve un whisky doble y se sienta en su viejo sillón, y observa a la gente pasar, analiza sus gestos, escudriña sus rostros, trata de adivinar que clase de alma habita en cada ser, y si alguno, guarda sus sentimientos en una mazmorra.
Cuando la noche empieza a anunciarse, unos días más deprisa que otros, observa la multitud de colores que invaden el cielo, le sorprende que tanta belleza anuncie una noche tan negra. Y entonces el hombre solitario se siente más acompañado, cierra el cuaderno y derrama un par de lágrimas.
Siempre fue un tipo solitario, de los que nada guardan en la nevera, de los que ocultan todo en el corazón. Y sus sentimientos vivían encerrados en una oscura mazmorra de la que nunca encontraba la llave. A veces, en algunas tardes de primavera, se asomaba a la ventana de aquella fría celda, y contenía la respiración mientras observaba los campos en plena metamorfosis, mientras la vida explotaba en cada rincón, los pájaros regresaban de sus cuarteles de invierno, el viento era suave, la luz más blanca y todo emanaba felicidad.
Felicidad que el no podía sentir.
La vida, le hacía partícipe de un escenario de luz y color que el no podía apreciar, algo en su interior había muerto mucho tiempo atrás, y ya nada podía sentir.
Y aunque hubiese bastado una mirada, un gesto, una caricia, una risa sincera, una mano entrelazada, para que esa muerte se volviese vida, nunca llegó.
El hombre solitario no espera grandes cosas, se conforma con respirar el aire que sus pulmones necesitan solo para mantener con vida un cuerpo cuya alma murió.
El hombre solitario huye de las noches de luna llena, no porque vaya a despertar su lado oscuro, sino porque ellas fueron algún día testigos y cómplices de su alma viva.
Algunos días el hombre solitario no quiere vivir, y anota en un cuaderno de tapa azul todo lo que le atormenta, cuando acaba de hacerlo se sirve un whisky doble y se sienta en su viejo sillón, y observa a la gente pasar, analiza sus gestos, escudriña sus rostros, trata de adivinar que clase de alma habita en cada ser, y si alguno, guarda sus sentimientos en una mazmorra.
Cuando la noche empieza a anunciarse, unos días más deprisa que otros, observa la multitud de colores que invaden el cielo, le sorprende que tanta belleza anuncie una noche tan negra. Y entonces el hombre solitario se siente más acompañado, cierra el cuaderno y derrama un par de lágrimas.
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