El último tren

Muchos billetes de ida con unas vueltas siempre difíciles.
Regresar siempre es lo peor de viajar. Ese momento en el que debes retomar tu rutina, sin las emociones y novedades vividas. Esa vuelta a la normalidad, a los horarios, a tu ausencia.

En cada vuelta tristeza.
En cada vuelta mil dudas.
En cada vuelta ganas de parar el tren.
En cada vuelta el asiento de al lado vacío.

Ventanas de primavera, cielos de otoño y nubes de invierno. Todas ellas testigos de un amor que fue forjándose lentamente, a fuego lento, como los mejores guisos.
Mañanas de tapas y tardes de cine, paseos hermosos y cenas perfectas.

Y la vuelta encima de la mesa.
Y la vuelta doliendo.
Y la vuelta tan próxima.
Y tu tristeza perenne haciendo de la eterna sonrisa un gesto caduco. Mil promesas de colores sobrevolando los cielos que nos cobijaban.

Es curioso como dos personas que se aman pueden volverse tan pequeñas, como el amor que sienten se transforma en algo que separa, que lacera, que lastima. Y las vueltas dejan de tener idas.
Y transcurre el tiempo sin esperanza.
Sin paseos de la mano.
Sin tardes de helados.
Sin besos tibios.
Sin miradas cómplices.
Sin tu ni yo.

Los días van pasando, y me gustaría decir que cada uno que pasa me vuelve más fuerte, más serena, pero eso sería mentir. Los días van pasando y los recuerdos siguen ahí, intactos, como si alguien los hubiera congelado, como si estuviesen esperando a la próxima primavera para iniciar su deshielo.

Fue la vuelta definitiva.
Tenía que ser la ida, pero fue la vuelta.
Tu mirada.
Mi tristeza.
Tus lágrimas.
La fractura.
El último tren.

Me paso horas sentada frente al mar, me cautiva, me calma, a veces incluso llora conmigo, pero lo más importante es que me muestra cada tarde que sigue habiendo un horizonte hacia el cual remar.
Que pase lo que pase el sol seguirá saliendo, que queda mucho por hacer, que una puerta cerrada encuentra salida en veinte ventanas abiertas.
Que la primavera ya asoma y que yo, siempre me quedo con lo bueno.