Señora Blake

Ni la lengua, ni la literatura y mucho menos los idiomas, nada de eso fue nunca lo suyo.
Confundía a menudo Cervantes con un detergente, y Cortázar para ella no era más que el nombre que tendría alguna de las múltiples herramientas de su padre.
Y viviendo en la España profunda para que narices necesitaba saber idioma alguno, no, ella no lo veía nada práctico.
Más basta que un bocadillo de grava, con ademanes de señorita de bien, o lo que es lo mismo, un elefante en una cacharrería.
Así era ella.
Abría los botellines de cerveza con los incisivos nada discretos que la naturaleza le había dado, con el tiempo, un gran diastema, que no es otra cosa que la separación entre dientes que ahora está tan de moda (manda huevos) en el que un garbanzo se quedaba aparcado. Su piel áspera, de la que no ha visto una crema en su vida, su pelo estropajoso, paraíso de todas las aves migratorias y esa forma de vestir.
La antítesis de cualquier chica que pudiese trabajar en cualquier cosa relacionada con la moda, la cultura y si me apuran, la gastronomía.

Y en un verano, de los que aprietan, de los que asfixian, de los de matar o morir conoció al Sr. Blake, un rico inglés que veraneaba en un pueblo cuyo nombre no voy a pronunciar (No sea cosa que me den la llave de la ciudad, o me toque hacer el pregón).
 Y el Sr. Blake tan refinado, tan de traje color crema y corbata marrón, tan de zapatos italianos, tan de pelo engominado y cartera de piel quedó impresionado por aquella mujer.
Él, que salía con supermodelos de piernas infinitas, él que no se perdía ni un desfile de ropa interior, él que acostumbraba a llevar del brazo a alguna rubia despampanante, se fijó en aquella mujer.
Al principio por error, después por estupefacción, y en último lugar por admiración.
Ella, la noche y el día del concepto de mujer que tenía.
Ella, gavilán o paloma.
Ella, tan salvaje como natural.
Ella, con su camisa de leñador.

Nadie sabe como, pero ellos se hicieron amigos, se les veía pescar juntos, al parecer ella entendía de moscas y nasas como la que más. Bebían decenas de cervezas a la orilla de aquel rio, con la mirada perdida en el horizonte con el único destello de un hilo que vibra por acción de la brisa o de algún inocente pez.
Tarde tras tarde, día tras día.
Y entre sedal y cerveza, entre charla y confusión, entre lo que se piensa y lo que se siente, entre el cerebro y el corazón, el Sr. Blake fue enamorándose de aquella mujer.


Hoy, la Sra. Blake viene de vez en cuando al pueblo, cuentan que lo hace subida a unos Louboutin de 12 cm, bajo el brazo un Chanel y un Chihuahua.


Cuentan que se arregló la boca, y el 90% del cuerpo, dicen que recita a Proust de memoria y que sabe lo que es un "Hipster", que maneja las "Icosas" como un quinceañero en celo. Cuentan que sabe usar todos los cubiertos y en el orden que toca y que jamás bebe cerveza.
Pero cuentan también que algunas tardes, se la ve sentada en el rio, con la caña de pescar en alto y su camisa de cuadros.







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