Pies en alto
Fue un día intenso, lleno de decisiones tomadas y dudas resueltas, un día en medio de los otros días, ni mejor ni peor, tan solo un día diferente.
La temperatura había sido un regalo y el sol una bendición, la chaqueta permaneció doblada durante buena parte del tiempo, las mangas subidas y las gafas de sol pegadas en la cara.
Un día que cundió más de lo esperado mientras se organizaba todo al sabor de una taza de café, para el último mordisco de la tostada ya había resuelto un par de asuntos, y justo al abrocharme el cinturón de seguridad la sonrisa florecía como una amapola, ahí en medio del asfalto, sin razones, sin argumentos, solo porque le apetece y punto.
En ese día tuve claras muchas cosas, entre algunas de ellas que tipo de parquet pondría, que pastel prepararía por la tarde, donde iría a comer, y sobre todo que no habrían mensajes ni llamadas.
Porque algunas cosas se sienten antes de saberse.
Porque llega un momento de lucidez.
Porque no quedan cimientos sólidos.
Porque la realidad supera a la ficción.
Porque uno se cansa de ser coyote y no alcanzar jamás al correcaminos.
Porque no hablábamos el mismo idioma.
Porque yo soy políglota pero no idiota.
Porque estaremos mejor.
Un día de primavera típico en el que todo invita a que hagas mil cosas, un día en el que los calcetines empiezan a molestarte y los pies quieren que les liberes.
Cuando llegué a casa lo segundo que hice fue descalzarme, lo primero achuchar a mis perros. Me moría por preparar un pastel de manzana y acompañarle en el tiempo de su cocción sentada en la cocina devorando el último libro que había caído en mis manos.
El sol iba retirándose lentamente, un destello blanco oteaba a lo lejos trazando una perfecta línea blanca, me preguntaba a dónde iría ese avión, de que estarían hablando la pareja de la fila 16, si sería su primer viaje juntos, si sería por negocios o placer, si él tuvo que tomarse alguna Biodramina o si ella no dejaba de hablar por lo nerviosa que estaba.
La cocina empezaba a perfumarse con el aroma de manzana, mi libro guardaba pocas páginas pero aun muchas sorpresas. Que maravilla es la lectura, cuantas atajos y senderos dibujamos cuando no tenemos nada claro el desenlace, y que arte el de esos autores que logran marearnos y confundirnos.
Fue un día de los que se anotan, de los que se recuerdan, de los que permanecen en la memoria, de los agridulces.
Tras probar el pastel y comprobar que las recetas de la abuela son infalibles, me tumbé en el sofá con los pies en alto dispuesta a que alguna maravilla del séptimo arte me inspirara para el resto de post de la semana, recordando que el día me había dado más de lo que me había quitado.
La temperatura había sido un regalo y el sol una bendición, la chaqueta permaneció doblada durante buena parte del tiempo, las mangas subidas y las gafas de sol pegadas en la cara.
Un día que cundió más de lo esperado mientras se organizaba todo al sabor de una taza de café, para el último mordisco de la tostada ya había resuelto un par de asuntos, y justo al abrocharme el cinturón de seguridad la sonrisa florecía como una amapola, ahí en medio del asfalto, sin razones, sin argumentos, solo porque le apetece y punto.
En ese día tuve claras muchas cosas, entre algunas de ellas que tipo de parquet pondría, que pastel prepararía por la tarde, donde iría a comer, y sobre todo que no habrían mensajes ni llamadas.
Porque algunas cosas se sienten antes de saberse.
Porque llega un momento de lucidez.
Porque no quedan cimientos sólidos.
Porque la realidad supera a la ficción.
Porque uno se cansa de ser coyote y no alcanzar jamás al correcaminos.
Porque no hablábamos el mismo idioma.
Porque yo soy políglota pero no idiota.
Porque estaremos mejor.
Un día de primavera típico en el que todo invita a que hagas mil cosas, un día en el que los calcetines empiezan a molestarte y los pies quieren que les liberes.
Cuando llegué a casa lo segundo que hice fue descalzarme, lo primero achuchar a mis perros. Me moría por preparar un pastel de manzana y acompañarle en el tiempo de su cocción sentada en la cocina devorando el último libro que había caído en mis manos.
El sol iba retirándose lentamente, un destello blanco oteaba a lo lejos trazando una perfecta línea blanca, me preguntaba a dónde iría ese avión, de que estarían hablando la pareja de la fila 16, si sería su primer viaje juntos, si sería por negocios o placer, si él tuvo que tomarse alguna Biodramina o si ella no dejaba de hablar por lo nerviosa que estaba.
La cocina empezaba a perfumarse con el aroma de manzana, mi libro guardaba pocas páginas pero aun muchas sorpresas. Que maravilla es la lectura, cuantas atajos y senderos dibujamos cuando no tenemos nada claro el desenlace, y que arte el de esos autores que logran marearnos y confundirnos.
Fue un día de los que se anotan, de los que se recuerdan, de los que permanecen en la memoria, de los agridulces.
Tras probar el pastel y comprobar que las recetas de la abuela son infalibles, me tumbé en el sofá con los pies en alto dispuesta a que alguna maravilla del séptimo arte me inspirara para el resto de post de la semana, recordando que el día me había dado más de lo que me había quitado.
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