Un día
La vida de María Cendra es más gris que el cielo que amenaza lluvia, sus días están exentos de pasión, alegría, ilusión, o helados de vainilla tomados al sol.
No tiene mascotas porque detesta que alguien la observe y sabe que los animales no te pasan ni una.
No suele darse homenajes, más bien vive de forma austera y espartana, un huevo, alguna manzana y leche como únicos habitantes de su nevera.
Sesenta primaveras sin sol en sus espaldas.
Trabaja como maestra en una vieja escuela que es casi más gris que ella, es su hábitat natural, entre sus paredes viejas de ladrillo de estilo Tudor y con toques victorianos, ella, se siente cómoda, temida y respetada porque jamás esboza ninguna sonrisa y pase lo que pase, por mucho que llueva, por más huracanado que sea el aire, ella nunca se despeina el moño.
Así se gana la vida María.
Detesta el tiempo libre, lo considera un despilfarro absoluto de recursos. Y culpa a Bruce Springsteen de muchos de los males de la sociedad. No entiende a que viene tanto alboroto con la gastronomía, total, el comer se lleva haciendo desde siempre, y todo el mundo sabe que no se busca el placer, sino la supervivencia.
No ha pisado jamás un cine, no se fía de lo que allí pueda suceder, y no entiende porque deben apagarse las luces, no, no definitivamente ella no lo ve nada claro.
Pasa los veranos encerrada a cal y canto porque sabe que el sol es peligroso y produce cáncer y eso a ella le da pavor y motivos más que suficientes como para no pisar la calle.
Su casa es un fuerte, tiene cuatro cerraduras y un par de mirillas, y las cortinas, espesas como una mañana de resaca sin ibuprofeno siempre están corridas, por lo que la supervivencia de plantas ávidas de luz y amor, siempre ha sido una misión imposible.
Y una mañana se despierta con unos ruidos que provienen de la puerta de enfrente, una casa que lleva vacía muchos años, unos propietarios viejos, muertos o despreocupados, quién sabe. Se levanta decidida a armar una buena, porque que se habrán creído, liar semejante alboroto a esas horas...
Y ahí, frente a su puerta, delante de su vieja nariz, aparece un apuesto caballero septuagenario que aun conserva una generosa mata de pelo, brillante y blanca como una perla.
Los brazos de María caen inertes a los lados, su boca prieta, los ojos sorprendidos, el alma agitada y el corazón desbocándose del pecho.
María reconoce al instante a Rodrigo. Y Rodrigo sonríe al verla de nuevo, no importa los años que han pasado, no importa cuantos caminos diferentes escogieron, tampoco importa ahora demasiado el motivo o las razones, no hay dolor, ahora no se juzga, en este momento los recuerdos se abren para dejar paso a la sorpresa, a la alegría.
Se sostienen la mirada, y de su boca no sale ninguna palabra, solo hablan las miradas, las mismas que cruzaban cuando ella salía de casa de sus padres y se dirigía rápida a la escuela, las mismas que cruzaban cuando el salía del taller en el que con sus catorce años ya trabajaba solo por verla pasar.
No supieron decirse lo que sentían.
No supieron encontrar el momento.
No supieron convencer a sus familias.
No supieron hacerlo mejor.
Los años pasan inexorables, como oportunidades que nacen por la mañana y mueren por la noche, cada día que pasaba era un día que no volvía, y así fueron pasando los años.
Y ella fue muriendo un poco cada día, transformando su corazón en una habitación vacía, sus ganas en pretextos y su ilusión en una leyenda.
Rodrigo le tiende la mano, mano que ella coge con fuerza, y no hay palabras que puedan explicar un momento, pero una frase en el aire, que flota entre los dos, una frase que dice :_ Hace un día radiante María, tal vez podamos ir a dar un paseo.
Ella asiente nerviosa, notando como su boca deja de apretarse para dibujar una sonrisa.
No tiene mascotas porque detesta que alguien la observe y sabe que los animales no te pasan ni una.
No suele darse homenajes, más bien vive de forma austera y espartana, un huevo, alguna manzana y leche como únicos habitantes de su nevera.
Sesenta primaveras sin sol en sus espaldas.
Trabaja como maestra en una vieja escuela que es casi más gris que ella, es su hábitat natural, entre sus paredes viejas de ladrillo de estilo Tudor y con toques victorianos, ella, se siente cómoda, temida y respetada porque jamás esboza ninguna sonrisa y pase lo que pase, por mucho que llueva, por más huracanado que sea el aire, ella nunca se despeina el moño.
Así se gana la vida María.
Detesta el tiempo libre, lo considera un despilfarro absoluto de recursos. Y culpa a Bruce Springsteen de muchos de los males de la sociedad. No entiende a que viene tanto alboroto con la gastronomía, total, el comer se lleva haciendo desde siempre, y todo el mundo sabe que no se busca el placer, sino la supervivencia.
No ha pisado jamás un cine, no se fía de lo que allí pueda suceder, y no entiende porque deben apagarse las luces, no, no definitivamente ella no lo ve nada claro.
Pasa los veranos encerrada a cal y canto porque sabe que el sol es peligroso y produce cáncer y eso a ella le da pavor y motivos más que suficientes como para no pisar la calle.
Su casa es un fuerte, tiene cuatro cerraduras y un par de mirillas, y las cortinas, espesas como una mañana de resaca sin ibuprofeno siempre están corridas, por lo que la supervivencia de plantas ávidas de luz y amor, siempre ha sido una misión imposible.
Y una mañana se despierta con unos ruidos que provienen de la puerta de enfrente, una casa que lleva vacía muchos años, unos propietarios viejos, muertos o despreocupados, quién sabe. Se levanta decidida a armar una buena, porque que se habrán creído, liar semejante alboroto a esas horas...
Y ahí, frente a su puerta, delante de su vieja nariz, aparece un apuesto caballero septuagenario que aun conserva una generosa mata de pelo, brillante y blanca como una perla.
Los brazos de María caen inertes a los lados, su boca prieta, los ojos sorprendidos, el alma agitada y el corazón desbocándose del pecho.
María reconoce al instante a Rodrigo. Y Rodrigo sonríe al verla de nuevo, no importa los años que han pasado, no importa cuantos caminos diferentes escogieron, tampoco importa ahora demasiado el motivo o las razones, no hay dolor, ahora no se juzga, en este momento los recuerdos se abren para dejar paso a la sorpresa, a la alegría.
Se sostienen la mirada, y de su boca no sale ninguna palabra, solo hablan las miradas, las mismas que cruzaban cuando ella salía de casa de sus padres y se dirigía rápida a la escuela, las mismas que cruzaban cuando el salía del taller en el que con sus catorce años ya trabajaba solo por verla pasar.
No supieron decirse lo que sentían.
No supieron encontrar el momento.
No supieron convencer a sus familias.
No supieron hacerlo mejor.
Los años pasan inexorables, como oportunidades que nacen por la mañana y mueren por la noche, cada día que pasaba era un día que no volvía, y así fueron pasando los años.
Y ella fue muriendo un poco cada día, transformando su corazón en una habitación vacía, sus ganas en pretextos y su ilusión en una leyenda.
Rodrigo le tiende la mano, mano que ella coge con fuerza, y no hay palabras que puedan explicar un momento, pero una frase en el aire, que flota entre los dos, una frase que dice :_ Hace un día radiante María, tal vez podamos ir a dar un paseo.
Ella asiente nerviosa, notando como su boca deja de apretarse para dibujar una sonrisa.
Maybe tomorrow :_)
ResponderEliminarMaybe tomorrow, si :))
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