Azul inesperado

Era un pueblo apacible, frío pero muy apacible, me gustaban sus calles empedradas, el musgo que crecía en cualquier parte, libre, seguro y salvaje, daba la impresión que cualquier mañana éste habría cubierto el pueblo con su peculiar alfombra verde, y el olor a moho que muy al contrario de lo que puede parecer, resultaba agradable, a mi me hacía pensar en trufas, consiguiendo así que mis jugos gástricos se activaran rápidamente al visualizar cualquier maravilloso plato de pasta con nombre italiano tal que "Spaghetti con funghi e tartufo nero", oh, debía localizar un supermercado inmediatamente.
La tienda de comestibles estaba lejos de incluirse en la categoría de supermercados, ni era súper, ni tenía aspecto de mercado, pero había café y eso era por el momento más que suficiente.
Salí con un pan de centeno crujiente, un par de manzanas verdes, dos botellas de vino, un extraño aceite de oliva que me hizo arquear la ceja derecha, mi padre le ha puesto un nombre a ese fenómeno, "Modo escéptico activado", y reconozco que es acertadísimo, también me hice con un surtido de quesos locales, una botella de whisky y un ramo de narcisos.
Había empezado a llover, las nubes grises eran tan espesas que daba la impresión que en cualquier momento alguna de ellas iba a caer abrumada por su propio peso, con la bolsa en la mano eché a andar acelerando el paso cuando de repente una potente voz masculina me sobresaltó.
-¿Quiere que la lleve?.
-Es muy amable pero vivo cerca respondí sin darme la vuelta.
-Lo sé, ha alquilado la casa de la calle Lomin.
Me di la vuelta porque aquello había conseguido captar mi atención, unos ojos azules, muy azules, tan azules que parecía que se había tragado parte del océano, un rostro agradable, unos pómulos altos y una barba perfecta, ni de pocos ni de muchos días, una camisa blanca abrochada hasta el cuello y una sonrisa que amenazaba peligro.


-Veo que aquí nada es un secreto, respondí un tanto divertida por la situación.
-Nadie pasa desapercibido dijo el portador de los ojos azules.
-Bueno, se lo agradezco pero prefiero ir andando respondí tratando de que aquella respuesta le hiciera desistir de más intentos.
Antes de que me diera cuenta, había cargado mi bolsa en el maletero y la puerta del copiloto se hallaba abierta y una mano extraña me invitaba a ocupar el asiento. De acuerdo me dije tratando de tranquilizarme, inexplicablemente ese hombre me ponía nerviosa.
No hizo falta que le indicara el camino, sabía llegar de sobras a la calle Lomin, paró el coche delante de la puerta y antes que pudiera empezar a construir la típica frase de agradecimiento, me sorprendió con un efusivo - Pasaré a recogerla a las siete, que tenga un buen día.
Y me quedé allí, en la puerta de una casa que no se parecía en nada a la casa que conocía mis estados de ánimo, la casa cómplice de situaciones diversas, bajo una lluvia que iba intensificándose por momentos, pensando en que el pan se habría empapado y que yo acababa de meterme en un lio.


Con total y pausada parsimonia me dirigí a la cocina donde tras localizar una copa rayada y demasiado pequeña, abrí el vino que acababa de comprar, me senté en la mesa de la cocina recordando la importancia de esa estancia en una casa, pensando en  como una vida  puede forjarse alrededor de una cocina, madres remendando unos pantalones que necesitas ponerte y que no pueden ser otros, abuelas que pelan y cortan patatas para el guiso, hermanas que acaban los deberes vertiendo parte de la cola blanca sobre el mantel, cumpleaños, domingos de paella, lunes de Pascua, la entrega de las notas, la saliva que no puedes tragar cuando un padre con las gafas puestas escruta cada asignatura y su correspondiente valoración, las lágrimas por el primer desamor, el vaso de leche con cacao que aparecía justo después de repetir que te ibas a morir de pena, la sonrisa de una madre, y el susto de un padre ante la edad que pasa y amenaza secuestro de las princesas de la casa por parte de algún malvado caballero.

Volví a mi realidad de piedra y musgo, volví a unos ojos azules que iban a recogerme a las siete de la tarde. Descorrí las cortinas y encendí la chimenea, cogí la copa de vino y me dirigí al piso superior, me desnudé y me adentré en el baño, llené la bañera con unas sales rosáceas que encontré en el fondo de un cajón, tal vez y  con un poco de suerte me producirían una alergia cutánea impidiendo así que pudiera salir de casa.




Comentarios

Entradas populares