Un día de esos

En mi apacible y rutinaria existencia llena de mediocridad y horas grises siempre con cafés de menos y sueños de más, no había esperanza para la locura, la improvisación o el caos.
Control, horarios, protocolos y demás insípidas chorradas que formaban parte de la que era mi vida, la única que conocía, con la que me sentía seguro, la que vivía.


Me sorprendió todo y nada.
Me cautivó todo y nada.
Me atrapó todo y nada.
Su eterna mirada, era una de esas miradas que derriten todo el hielo de la Antártida, esa mirada que seduce, que enamora, que secuestra, que lastima.
Un mero espectador de sus momentos de gloria, un admirador de todo lo que formaba parte de su halo de luz, un sumiso declarado y un enamorado en potencia.
Así me hacía sentir.

 
Fue un día como otro cualquiera, la mayoría de los días forman parte de la vida de uno sin que tengan el poder de cambiar nada, todo sigue su curso, todo está previsto, en la mayor parte de los días que vivimos nunca ocurre nada que sea digno de recordar. Ese día si.
Había terminado la jornada y me hallaba sentado en la majestuosa silla de oficina que mi mujer se había empeñado en comprar, para mi gusto demasiado ostentosa, un tanto ridícula con la decoración minimalista que yo prefería, pero hacía años que había dejado de opinar en casi todo.
Ella acababa de hacer una brillante aportación a la triste tarde, releí lo escrito con cariño, con devoción, con deseo...hacia todo su ser, hacia lo que me hacia sentir, hacia el mundo que se vislumbraba entre luces y sombras, la deseaba, la necesitaba. Lo normal hubiera sido suspirar, cerrar el ordenador, y emprender el camino de vuelta, pensando en los sentimientos que despertaban cada vez que la veía, en lo seductor y apasionado que con ella sería.
Y le escribí, sin pensarlo, sin medir palabras o reparar en la ortografía, impulsado por una parte de mi que parecía resucitar por momentos. No era una declaración, no era algo grosero o soez, era lo que con el tiempo ella  me reconoció, un brillante e ingenioso texto que la hizo reír.
Hubo respuesta, hubo luz al final del túnel, hubo esperanza para un tipo que ya no esperaba nada, hubieron cafés, hubieron comidas, paseos y algún que otro cine, hubieron risas y tardes en cafés hablando de vidas ajenas, resguardados de un mundo que no entendía de estas cosas.


El tiempo fue pasando y mi situación limitaba como la peor de las fronteras, yo no era feliz con mi mujer, eso era más que un hecho, y de ella me había enamorado perdida y salvajemente, fuimos sinceros y honestos el uno con el otro desde el segundo café, ella era libre, yo no, ella no quería más que lo que teníamos, yo estaba seguro de querer todas sus mañanas, todas las tardes y todos los amaneceres en los que ya no podía dormir. El primero que se enamora, pierde.

 
Ahora entiendo que no supe actuar, que le pedí demasiado, ahora veo que no fui justo con alguien que lo había aceptado todo, sin preguntar, sin esperar, sin juzgar.
Ahora entiendo el error, ahora encuentro la solución para ese problema.
Reconozco que me volví loco, que me transformé en un tipo celoso, que me moría cada vez que ella sonreía y no era a mi, que odiaba a los hombres que la miraban, que la admiraban, que la deseaban, los odiaba a todos. Ella era mi suspiro, mis ganas de seguir, mi ausencia de conciencia, mi latido en la sien. Ella era mi Navidad.

Como en el fútbol, tuve una tarjeta amarilla y un par de advertencias, traté de modificar mi conducta pero qué podía hacer yo si me sentía prisionero en una casa de la que no veía la hora de escapar, me inventé reuniones imposibles, viajes sin justificación, salidas intempestivas por urgencias falsas de algún amigo, ya no me quedaban cartas y la partida tenía mal pronóstico.
Qué podía hacer yo si tu seguías con tu vida, con tus cenas, con tus amigos y salidas.
Qué podía hacer yo si te imaginaba y me moría.
Qué podía hacer yo si tu empezabas a cansarte de la situación.

El miedo siempre es mal consejero, siempre nubla la razón y nos lleva por el peor de los caminos, el miedo como el árbol nos impide a veces, ver el bosque.
Llegó la segunda tarjeta amarilla cuando te pregunté quién era aquel chico con el que te había visto tomando café, reconozco que solo quería que tuvieses ojos para mi.
Me miraste fríamente, aguantaste mi mirada que temblaba como un flan, cual experta amazona entrenada para no sentir.
Cuídate, por total y única respuesta, cuídate y un portazo, cuídate y una melena que ondeaba cortando el aire que tras ella dejaba.

Entiendo que no tenía derecho a nada contigo.
Entiendo que me diste lo que pudiste.
Entiendo que yo era el que actuaba mal.
¿Entiendes tu que sin ti no quiero vivir?

Han pasado muchos meses, me declaro culpable de haberte seguido, de quedarme aparcado debajo de tu casa solo para verte salir, me declaro enamorado.
Ni  imaginas lo que es tener que salir de compras con una mujer que no tiene nada que ver conmigo, las mismas estúpidas conversaciones, las mismas vidas vacías de siempre, el mismo y perenne gris.


Con ella no hay conversación posible más allá de una factura o problema doméstico, ella sigue escogiendo mis trajes y regalándome horrendas corbatas, ella sigue eligiendo mi champú, ella sigue hablando para no decir nunca nada, creo que la odio, creo que es el castigo por mis pecados, tener que acabar yéndome a una cama con una mujer que no conozco de nada.


Dime que de vez en cuando piensas en mi.
Dime que también te enamoraste.
Dime que cumplido el castigo puedo volver.
Dime que me odias, pero dime algo.

Accedí a regañadientes a colaborar en las horrorosas compras navideñas, me bebí dos coñacs y una cerveza, apreté la bufanda con la esperanza de ahogarme y dejar de sentir, mi mujer hablaba como siempre de forma molesta y compulsiva, conduje resguardado en mi burbuja de amor, la que se formaba cuando pensaba en ti, y sonreía como un idiota. Llegamos al dorado centro comercial lleno hasta los bordes de maridos arrastrados por mujeres enloquecidas.


Te vi.
Ibas con un par de chicas, reías, parecías tan feliz, tan distinta de todo, tan única, el pelo te asomaba por debajo de un gorro azul marino, llevabas una chaqueta roja ajustada, qué bien te sentaba ese color...no podía dejar de mirarte, quería seguirte, ser una de esas chicas y caminar de tu brazo, en ese momento nuestras miradas se cruzaron, me sonreíste, me mataste, me quedé inmóvil, con los brazos cayendo inertes, mirándote sin saber que hacer, para cuando una voz me insistía por cuarta vez en ir a mirar vajillas, yo ya tenía el móvil en la mano, buscando en la agenda el número de mi abogado.

 













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